No es lo escrito lo que está amenazado hoy día, sino el sistema nervioso central capaz de utilizarlo. En realidad, la crisis se presenta primero al interior de las elites. Son los responsables de lo escrito quienes están en caída libre: sus propietarios, sus agentes de transmisión, su clero. Nada más fácil de verificar. Un cura, por ejemplo, ignora su Biblia. Un filósofo no sabe muy bien lo que Nietzsche o Hegel han dicho. Un crítico literario es incapaz de distinguir un libro bien escrito de un volumen repleto de clichés. Un escritor profesional, más o menos embrutecido por la vida convencional que lleva, se contenta con volver a publicar, salvo con algunas variantes, el mismo libro. Un poeta está satisfecho con que se lo llame de esa manera, pero se vería en la imposibilidad de recitar de memoria diez versos de Baudelaire. Un periodista, a fuerza de leer los diarios para volver a copiarlos, no descifra más que la disminuida escritura periodística. Un editor, obsesionado por la lista de las mejores ventas, se olvida de abrir un libro durante el fin de semana, como lo demandaría su oficio. Todo el mundo cree saber un poco sobre casi todo. La verdadera causa es la inmensa, la inconcebible pereza de los funcionarios culturales. Entiéndase: funcionarios, editores, escritores, periodistas. Están ahí, cómodos, atiborrados de buenos pensamientos y de sermones democráticos, sabiamente anti-intelectuales (ya que los intelectuales se han equivocado siempre), satisfechos de su avance social, arribados providencialmente, y decididos a que no se mueva nada.
Elogio del infinito
Philippe Sollers